
Más de 40.000 personas fueron víctimas de prisión y tortura. Hoy prevalece la impunidad.
Mireya García Ramírez lleva grabado en su memoria lo que sucedió el 11 de septiembre de 1973 en Chile cuando bombarderos de la Fuerza Aérea atacaron el palacio de La Moneda y derrocaron al presidente socialista Salvador Allende.
Recuerda que era martes y que hacía un sol radiante, pero que a eso de las 11 de la mañana, y como si se tratara de un presagio, las nubes grises se apoderaron del cielo de Concepción, su ciudad, casi a la misma hora en la que se desató el bombardeo a La Moneda en Santiago, la capital chilena.
“Fue un día en que nos quedamos durante varias horas en absoluto silencio. Era un silencio de duelo porque el presidente (Allende) había muerto, pero también un silencio que resumía que era el inicio del fin de nuestras vidas y de la familia. De repente, hubo una incertidumbre brutal, muchos miedos y no sabíamos qué hacer o cómo reaccionar”, cuenta Mireya con una voz pausada y baja que emula el sentimiento de aquel martes.
Desde ese día, según la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura -creada en 2003 para enlistar a quienes fueron víctimas de la dictadura-, comenzó en Chile una era de 17 años en la que la prisión y la tortura “constituyeron una política de Estado del régimen militar” de Augusto Pinochet y en la que la “represión se aplicó en casi todas las localidades” del territorio nacional.
Hubo allanamientos y capturas masivas, ejecuciones de disidentes políticos, privación arbitraria de la libertad en recintos no establecidos para tal fin, tortura sistemática, entre otras violaciones a los derechos humanos.
“Chile no había vivido nunca una dictadura de esa envergadura. Muchos chilenos partieron al exilio. De ahí en adelante fue el comienzo del horror, del allanamiento a nuestras casas, del maltrato y la tortuta por parte de militares, de la pérdida del empleo por razones políticas”, recuerda por su parte Lidia Casas, directora del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales de Chile.
Mireya y su familia hacen parte de las más de 40.000 personas que la Comisión Asesora para la calificación de Detenidos Desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura ubicó como víctimas de los 17 años de la dictadura. El dato reúne a ejecutados políticos, torturados, presos y detenidos desaparecidos, aquellos que fueron capturados y cuyo rastro desapareció tras su detención.
Las cifras oficiales hablan de más de 3.200 personas que desaparecieron o murieron a manos de agentes del Estado. De ellas, hay 1.469 que hoy, 50 años después, permanecen desaparecidas. Pero Londres 38, un antiguo centro de detención convertido hoy en una organización de derechos humanos y espacio de memoria en Chile, dice que la cifra es muy superior.
“Siempre que hacen requisiciones de drogas dicen que lo que se está requisando es el 10 por ciento de lo que realmente se movió. Y deberíamos hacer la misma referencia respecto a la gente torturada y asesinada. Los 40.000 que fueron a dar su testimonio son una fracción mínima de los que efectivamente sufrieron la tortura. No nos cabe duda de que el número de desaparecidos o ejecutados es mayor. ¿Cuánto mayor? Es muy difícil de estimar y probablemente nunca lo sepamos”, dice al respecto Sebastián Leiva, coordinador del Área de Investigación Histórica de Londres 38.
Los 40.000 que fueron a dar su testimonio son una fracción mínima de los que efectivamente sufrieron la tortura
Según el informe de la Comisión de 2003, el foco de la persecución del régimen no fueron solo los integrantes del depuesto gobierno o las figuras reconocidas de la izquierda y sus militantes. También lo fueron los trabajadores de sindicatos, los campesinos, los dirigentes de juntas vecinales, los estudiantes de secundaria y hasta los jóvenes universitarios.
En palabras de Cristian Correa, quien fue secretario del Consejo de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, fue una persecución a toda la base y a los organismos que servían de apoyo a la Unidad Popular, la coalición del presidente Allende.
De ahí que los García Ramírez no escaparon de los horrores de la dictadura, pues, para el momento del golpe, Mireya era una estudiante de secundaria que militaba en las juventudes socialistas junto a sus dos hermanos. Su padre, por su parte, era dirigente en la Central Unitaria de Trabajadores de Concepción.
Las familias destruidas por la dictadura chilena
Mireya fue detenida ese mismo septiembre de 1973 y llevada a la isla Quiriquina. Un lugar en donde se encontró con su padre retenido y que, según Memoria Viva, archivo digital de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, fue utilizado como campo de concentración y tortura hasta 1975.
Como este, en Chile hubo un total de 1.132 recintos utilizados como lugares de detención y tortura, entre comisarías, escuelas, estadios, gimnasios, bases aéreas y militares, hospitales, entre muchos otros.
En el caso de Quiriquina, según Memoria Viva, quienes sobrevivieron a la detención en la isla narraron años después que fueron sumergidos en el mar o sometidos a ejercicios físicos extenuantes y a posiciones forzadas. Se les aplicaba electricidad o eran amarrados mientras eran sometidos a largas jornadas de ayuno, frío, humillaciones y malos tratos.
A las mujeres, dice el portal, “se las interrogaba desnudas. Y durante estos interrogatorios sufrían agresiones y abusos deshonestos”.
“Era una isla donde no te tocaba más que vivir en lo que habían construido como un pequeño campo de concentración con alambradas, con metralletas apuntándote, con una vida bien maltratada. Se estima que en Chile hubo alrededor de 400.000, casi 500.000 presos, por un día, por una semana, por meses o por años. Y creo que no hay, o muy excepcionalmente puede haber, algún prisionero que no haya sido torturado”, narra Mireya tras unos segundos de silencio que dejan entrever el dolor de recordar su paso por Quiriquina.
Y aunque fue puesta en libertad condicional con la orden de presentarse semana a semana en la comisaría, el calvario de la familia García Ramírez apenas comenzaba. Su padre fue capturado nuevamente y llevado a otros centros de detención, mientras que Mireya fue capturada dos veces más y, tras recibir sendas amenazas, optó por exiliarse de manera forzada, al igual que más de 200.000 personas.
“La situación era invivible. Yo no tenía ninguna posibilidad de seguir con mi vida. Cuando llevaba un par de meses en Argentina, la dictadura pidió mi extradición porque yo me había fugado. Rápidamente me sacaron de Argentina y terminé en México”, cuenta.
Luego vino lo que Mireya llama “el golpe mayor”. Mientras que ella y su padre se mantenían en México, Vicente, su hermano menor, fue detenido y posteriormente desaparecido.
Al joven de 19 años, que se había casado un día antes de su detención el 30 de abril de 1977, cuatro hombres lo sacaron de su casa y lo llevaron rumbo a Santiago. Por testimonios, se sabe que Vicente fue retenido, interrogado y torturado en el Cuartel Borgoño. Hoy la familia no ha podido recuperar su cuerpo.
“Cuando nos estábamos empezando a sanar un poquito vino lo que yo llamo el corte definitivo porque la detención y desaparición de mi hermano fue lo más demoledor que hemos vivido. Ni siquiera tuvimos tiempo de terminar un proceso, sino que de inmediato se nos vino esta otra situación. Ya a esas alturas (1977) sabíamos lo que significaba que una persona fuera desaparecida: jamás la íbamos a encontrar”, recuerda.
“Cuando tú empiezas a conocer, a escuchar relatos de su detención, cómo fue detenido, a dónde fue llevado y lo que le hicieron, la verdad es que es algo de lo que no te puedes desprender nunca más en la vida”, relata Mireya mientras su voz se hace más frágil.
50 años de deudas con las víctimas
Hoy Mireya, quien habla como ex presa política, hermana de un detenido desaparecido, víctima del exilio y lideresa de derechos humanos -a su regreso se integró a la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD), de la que fue incluso vicepresidenta-, denuncia que la justicia y la reparación les han sido esquivas a las víctimas en Chile.
Así lo reconoció el mismo presidente Gabriel Boric al lanzar el pasado 30 de agosto un inédito plan para ubicar a las víctimas de desaparición forzada cuando afirmó que “el Estado ha fallado en dar respuesta a las familias y a la sociedad entera”.
Una carta enviada en agosto a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por Londres 38, la AFDD y otras asociaciones, da cuenta de que actualmente solo existen sentencias penales firmes en el 23,2 por ciento de los casos de las personas reconocidas como desaparecidas o ejecutadas, es decir, en 967 casos.
Al tiempo, según reposa en la carta, de las 1.469 personas detenidas desaparecidas, solo 307 han sido encontradas e identificadas, y las labores de búsqueda han estado por décadas en manos de los familiares.
A ello se suma el hecho de que 129 de los condenados por las violaciones durante la dictadura cumplen hoy su pena en Punta Peuco, una cárcel especial denunciada por las familias por sus excesos de privilegios para los exmilitares, incluidos televisores, sillones y hasta espacios comunes con canchas para practicar deportes.
Otros condenados, además, se han beneficiado de la media de prescripción, lo que ha dado lugar a que las condenas sean menores o incluso a la puesta en libertad de varios de los responsables.
Para Casas, del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, detrás de la impunidad que ha predominado está, en primer lugar, la ley de amnistía que dictó el régimen de Pinochet en 1978 y que sirvió para proteger durante muchos años a los responsables de los principales crímenes.
Leiva, del espacio de memoria Londres 38, señala además que los líderes de la transición democrática en Chile estuvieron involucrados o legitimaron en algún punto el golpe de Estado, lo que dificultó los ejercicios de memoria, justicia y reparación en el inicio del periodo democrático en el país.
¿Qué posibilidad existía de sancionar a los culpables si el principal responsable (Pinochet) era el comandante en jefe del Ejército
“Es difícil hacer justicia cuando el que está involucrado directa o indirectamente en la represión es parte de los convocados a hacer justicia. Tiene que ver también con la continuidad de Pinochet. ¿Qué posibilidad existía de sancionar a los culpables si el principal responsable (Pinochet) era el comandante en jefe del Ejército y después senador vitalicio?”, se pregunta.
Casas, Leiva y las víctimas también denuncian la existencia de un pacto de silencio por parte de los militares que ha evitado que exista suficiente información para procesar y sancionar a los responsables de los miles de crímenes.
Y, en lo que respecta a los sobrevivientes, se han enfrentado a indemnizaciones insuficientes –las pensiones oscilan entre los 800.000 y 900.000 pesos colombianos al mes- y hasta tardías, pues las recibieron 30 o 40 años después. Eso sumado a que han tenido que hacerle frente al negacionismo que predomina en buena parte de la sociedad chilena sobre los crímenes ocurridos entre 1973 y 1990.
El sondeo Barómetro de la política CERC-Mori da cuenta de que un 36 por ciento de los ciudadanos aún creen que los militares tenían razón en dar el golpe de Estado y que con su intervención contra Allende liberaron al país del marxismo.
“Duele cuando se usan expresiones bien vulgares y bien crueles en contra de nuestros familiares detenidos desaparecidos y que existan individuos que señalan, especialmente en redes sociales, que los desaparecidos están fuera de Chile. Ellos están desaparecidos. Están muertos y enterrados en algún lugar donde seguramente no los vamos a encontrar nunca. Es tanta la crueldad de lo que hicieron con ellos que recibir, además, la crueldad de la ofensa y del negacionismo es una doble condena a lo que hemos vivido esta tortura durante 50 años”, dice Mireya.
Por supuesto, y pese a su lucha incesante, el paso del tiempo ha complicado la búsqueda de justicia para las víctimas.
Medio siglo después son muchos los agentes estatales involucrados que han fallecido, y tampoco están presentes varios de los abogados o jueces que intentaban hallar justicia en los tribunales. “La memoria, dice Casas, también se ha ido perdiendo en víctimas y victimarios”.
“Las personas mayores van perdiendo la memoria y ya no tienen capacidad para relatar en procesos judiciales en detalle. De la misma manera que las víctimas sobrevivientes van perdiendo la memoria, también los perpetradores. Muchos de ellos han sido declarados seniles y la posibilidad de saber el paradero de los detenidos desaparecidos, de conocer en detalle lo que sucedió, se hace cada vez más imposible. Se sabe que muchos de los desaparecidos fueron lanzados al mar y otros también fueron lanzados a cráteres de volcanes”, menciona Casas.
Así las cosas, para Leiva la posibilidad de una justicia plena y absoluta en Chile es hoy “escasa” y solo ve lugar para la justicia simbólica. Señala que, pese a la voluntad y al anuncio del gobierno Boric de un nuevo Plan Nacional de Búsqueda es ínfima la esperanza de encontrar restos o de hallar la verdad cuando los mismos agentes del Estado ya han mentido antes sobre el paradero de las víctimas, como ocurrió en los años 90 cuando militares aseguraron haber lanzado al mar a varias víctimas, cuyos restos fueron encontrados después en fosas comunes.
La posibilidad de saber el paradero de los detenidos desaparecidos, de conocer en detalle lo que sucedió, se hace cada vez más imposible
“Finalmente, estos 50 años lo que nos están mostrando es que cuando la justicia no se hace a tiempo no llega”, expresa Mireya, quien hoy les pide valentía a los responsables que aún están vivos para saber qué pasó con los seres queridos desaparecidos.
Lo cierto es que Mireya se entristece al pensar que, tal vez, la mayoría de los familiares y las víctimas tendrán que irse de este mundo sin respuestas y sin la opción de tener al menos unos restos qué enterrar o una tumba a donde llevarles flores a esos seres amados para, finalmente, cerrar un duelo que ya suma 50 años.